Una carta

Querida amiga:

No se si te dije que amo a los árboles.
Sabes, cuando se puso de moda querer a los perros y a los gatos, yo los quería, pero algo me decía que si los quería los tenía que dejar libres con sus dueños, a quienes ellos eligieran (porque ellos, los animales, eligen a sus amigos, no al revés como nuestra vanidad nos hace creer).
A los once años sufría muchísimo con los pajaritos enjaulados. Pero el dolor sobrepasó a todo cuando tuve que sacar un mimbre que tenía en casa, por razones de edificación.
Ese mimbre me mimaba con su sombra, con su perfume seco con su lozanía, era tan alto y tan bello.
Para mí que no tenía nada, ese árbol era algo especial, todos los otoños salían sus capullos que al caérsele la cápsula que los envolvía presentaban un color blanquísimo, suaves, aterciopelados de una imagen infinitamente bella y servían de adorno por largo tiempo, cuando se los cortaba, sus ramas más crecían y jamás mostraban su corte (se retrotraían) y todos los años igual. A los veinte años míos y casi siete de él lo tuve que sacrificar. Lloré tanto, parecía una estúpida.
Me peleaba con todos por los árboles que amaba, que si los cortaban, que si los sacaban.
Conocía a todos los árboles por donde pasaba, alguien dijo alguna vez: ¡Cómo sabés de árboles! y ahí me di cuenta. Hasta ese momento no había notado ese sentimiento.
Así un tiempo hasta que me enamoré de alguien. Sabes, todos somos homo – hetero – y asexuales como los gusanos, las moscas y el helecho; un tiempo cada cosa.
Y todo porque el otro día encontré en un cuadro la sombra de mi árbol, en una pintura que algún espíritu marcó.
Casi lloré pero de felicidad. Nada se va, todo se transforma, un milagro genera otro y así siempre. Mi árbol estaba en esa sombra.
Espero que encuentres siempre el árbol y la carta perdida…

Chau amiga

Deja un comentario